Benito Pérez Galdós Miau Al entrar en la calle de la Puebla, iba ya Cadalsito tan fatigado que, para recobrar las fuerzas, se sentó en el escalón de una de las tres puertas con rejas que tiene en dicha calle el convento de don Juan de Alarcón. Y lo mismo fue sentarse sobre la fría piedra, que sentirse acometido de un profundo sueño... Más bien era aquello como un desvanecimiento, no desconocido para el chiquillo, y que no se verificaba sin que él tuviera conciencia de los extraños síntomas precursores. "¡Contro! -pensó muy asustado-, me va a dar aquello... me va a dar, me da..." En efecto, a Cadalsito le daba de tiempo en tiempo una desazón singularisima, que empezaba con pesadez de cabeza, sopor, frío en el espinazo, y concluía con la pérdida de toda sensación y conocimiento. Aquella noche, en el breve tiempo transcurrido desde que se sintió desfallecer hasta que se le nublaron los sentidos, se acordó de un pobre que solía pedir limosna en aquel mismo escalón en que él estaba. Era un ciego muy viejo, con la barba cana, larga y amarillenta, envuelto en parda capa de luengos pliegues, remendada y sucia, la cabeza blanca, descubierta, y el sombrero en la mano, pidiendo sólo con la actitud y sin mover los labios. A Luis le infundía respeto la venerable figura del mendigo, y solía echarle en el sombrero algún céntimo, cuando lo tenía de sobra, lo que sucedía muy contadas veces.